La Cita

RELATO CORTO LA CITA

La Cita

48 clavos necesitó el carpintero, para cerrar la caja de madera.

Era un hombre joven, delgado, que no paraba de sudar mientras hacía el trabajo que le había encargado.

Fui viendo como lo hacía de manera concienzuda y yo diría que casi como un ritual.

Al terminar, la luz de mi apartamento desapareció y también el hombre después de haberle pagado.

Me siento en mi sofá y pienso en el cadáver que hay dentro de la caja.

Parece mentira todo lo que se puede conseguir por Internet. Y en la Dark Web, incluso como deshacerse de un cuerpo.

Suena el timbre. Puntualidad extrema.

Suben tres hombres a buscar la caja. Sin nombres. Sin recibo. 12.000€ al contado y un problema resuelto.

Van cargando la caja y pienso: “¿lo tirarán al mar?” “¿Lo dejarán en un descampado?”. Por el acento parecen de Polonia. Quizá acabará en Varsovia.

Ya es de noche. Se han ido todos. Me pongo un Martini y suspiro mientras veo el Empire State desde mi ventana. Iluminado, como siempre.

Planta 48, puerta 24, no pensaba tener que volver aquí de nuevo.

RELATO CORTO LA CITA
RELATO CORTO LA CITA ©MONTSERRAT VALLS GINER Y ©JUAN GENOVÉS TIMONER.

El ascensor está vacío. Subo sola. No me importa. Nunca me han dado miedo los ascensores.

Llego al sitio de donde me fui prometiendo que no volvería. Odio a mi psicóloga.

Es estúpida, banal y creo que nunca me ha entendido. ¿O la odio porqué me entiende mejor que nadie?

Hay miles de psicólogos en Manhattan. No tendría que haber vuelto si no quisiera.

Cuando la llamé por teléfono esta mañana, me pareció contenta, yo diría que hasta exultante.

En fin, ya estoy en su puerta.

Me abre ella misma.

—Pasa Ingrid.

—Hola Chloe.

El despacho no ha cambiado en tres años. Me siento en el sofá blanco y ella en un sillón de mimbre.

—¿Quieres tomar algo?

—Agua, por favor.

La observo mientras me sirve el agua. Sigue siendo sumamente atractiva a pesar de su edad.

Bebo el agua a sorbitos y me miro en el espejo grande de la consulta. No tengo cara de asesina. Mi cabello rubio y mis ojos azules, me disfrazan de ángel. Es una ventaja.

—¿Cómo está tu madre?

Veo que Chloe trata de romper el hielo que hay entre nosotras. La respuesta no le gustará.

—Muerta. —Lo digo sin creérmelo demasiado pues, aunque es verdad, todavía no me lo creo.

—Lo siento mucho Ingrid, ¿Qué ocurrió?

La miro y tardo un rato en contestar. Observo las plantas del despacho y el cuadro de Klimt.

—Un ataque al corazón. De repente. Estaba regando las plantas. La encontraron allí, entre las gardenias y las lilas.

Me doy cuenta de que no estoy en la consulta. Me he trasladado al día de la llamada. El hospital. Las sábanas blancas. La frialdad de las bolsas. Nunca más la veré y eso, se me hace insoportable. No entiendo como los demás lo llevan tan bien.

—¿Qué piensas Ingrid?

—En lo duro que fue. Mi hermano estaba en París, con su doctorado. Mi hermana en Finlandia. Yo sola, ahí con la sonrisa helada del maquillaje que les ponen. Pienso en que cuando la vi, ya no era ella, no me acariciaría las manos, ni me llamaría cada día. Lo peor es que no la puedo llamar yo. Un día llamé al teléfono de ella, ¿sabes?

Chloe se ha inclinado imperceptiblemente hacia mí y prosigo.

—No se puso nadie. Pensé que quizá lo haría, que todo fue un error. Pero no… ¿has visto la película de Donald Sutherland?

—¿La de la Invasión de los ultracuerpos?

—No, una de actual, de ahora, creo que se llama “El teléfono de Mr. Harrigan”. Está basada en una novela de Stephen King.

—Cuéntame. Me la bajaré.

—Pues verás, es u n chico joven, que trabaja de lector para un millonario. Él muere.

—¿El millonario?

—¡Si claro, no va a ser el joven!

Chloe sonríe y me mira con cariño, yo continúo con mi explicación.

—Antes de morir, el chico le había regalado un móvil, para comunicarse con él. Cuando muere, le deja el teléfono en un bolsillo. Al llegar a su casa, recibe una llamada, un mensaje de él.

—Pero ya está muerto, ¿Cómo le envía el mensaje? ¿Desde la tumba?

—Ahí está la gracia Chloe y ya no te cuento más por si la ves.

—Y a ti, ¿te gustaría hablar con tu madre de la misma manera?

—Por supuesto

—Y ¿Qué le dirías en este preciso momento?

—Lo mismo que he venido a decirte a ti.

—Y ¿Qué es?

—Mami, he matado a alguien.

El teléfono del despacho de al lado suena, aunque nadie lo coge. Un sobresalto de tres segundos, me hace reaccionar. Quizá no debería de haber venido. Pero luego, recuerdo la carta. Sí, estoy en el lugar perfecto para contar mi historia. Las historias si no se cuentan, quedan enquistadas y sucumben al neuroticismo.

—¿Por qué le dirías eso?

—Porqué es verdad. Hoy se han llevado el cadáver desde mi apartamento. ¿Sabías que se pueden contratar servicios para hacerlos desaparecer por 12.000 euros?

—¿Euros? ¿No cobran en dólares?

—Son de Polonia.

Me río, pero ella sigue seria, pálida y expectante.

—¿A quién has matado?

—Se llamaba Jacques Truffaut.

—¿Cómo el director?

Chloe se ríe, supongo que comienza a pensar que me lo estoy inventando. Y para clarificarlo añade.

—Todo esto es mentira ¿no?

—No ¿por qué lo piensas?

—A ver, hace tres años viniste aquí. Eres una de las personas más buenas que he conocido. No serías capaz de hacer algo así.

—Todos somos capaces, como tú dices, de hacer algo así. Hasta tú, si surgieran los acontecimientos que yo tuve que vivir.

—Cuéntame, tenemos toda la tarde Ingrid.

Chloe apaga el reloj y desconecta los teléfonos.

Me vuelve a servir agua y se llena el vaso otra vez.

—Cuando vine aquí, estaba saliendo con Marc. Tal como dices era una buena persona. Mi madre vivía. La depresión por la que pasé se curó después de varias sesiones.

—Pero abandonaste la terapia.

—Estaba bien Chloe. Creo que lo superé. Necesitaba vivir, viajar, recuperar el tiempo perdido. Y dejé a Marc.

—¿Le dejaste? Si estabas totalmente enamorada…

—Sí, lo estaba. Pero conocí a otro hombre en Estambul.

—¿Y te fuiste con él?

—Exacto. Hace mucho calor ¿no?

Chloe se levanta y enciende el aire acondicionado. Se quita la rebeca que lleva en los hombros. Yo, por mi parte, dejo el pañuelo amarillo que llevo en una mesita al lado del sofá.

—¿Estás con él ahora?

—No. En verdad es el muerto.

—¿Qué quieres decir? ¿El hombre turco es a quién mataste?

—Matar suena muy fuerte. Envenenar es más sutil.

—¿Y por qué? ¿Qué te hizo?

—Me humilló, me pegó. Me hizo sentir tan pequeña Chloe, que ni yo misma me reconocía.

De repente me doy cuenta de que la psicóloga me ha mirado la frente. Ni el flequillo que llevo puede tapar la cicatriz.

Aún recuerdo los golpes, el plato que me hizo esta cicatriz. Sus ojos azules que tanto me enamoraron, estaban llenos de rabia, de odio. Aquel día pensaba matarme. Aquel día pensé en matarle. Él no lo logró. Yo sí.

—¿Por qué no le dejaste?

—No lo sé. Nunca tienes respuesta para esta pregunta. Primero es un golpe leve, una frase. Luego todo va desmadrándose y ya no sabes que hacer.

—¿Por qué no pediste ayuda?

—Ya te lo he dicho. Mis hermanos estaban fuera. Mis amigos bastante tienen con sus problemas. Nadie sospechó nada.

—¿Y la familia de él? ¿Nadie sospechará?

—No tiene familia, murieron en un terremoto.

—¿Y amigos?

—Tiene uno. Ya le he dicho que me ha abandonado y que no sé dónde está.

—Pero ¿y la convivencia? La gente os habrá visto.

—No vivía conmigo. Solamente venía al apartamento. Nuestra relación era puramente sexual. Esto es lo que me enganchó.

—Normal, con tu pasado de heroína.

—Eso pensé yo. Es como la heroína. Y un día le puse una sobredosis en el vaso. Bueno, en realidad fue un cóctel que me recomendó un amigo que aún conservo del pasado. Un camello.

Le voy contando todo esto y recuerdo como se iba arrastrando por la alfombra. Murió poco a poco, sufriendo, como yo quería. Pero no se lo digo a Chloe.

—Y ¿Cómo te sientes ahora?

—Liberada.

—Pero, a ver, Ingrid. Tu sabes que algo así se lo tendré que decir a la policía.

—No. No lo harás.

Por primera vez Chloe me mira de otra manera. Cómo tomándome en serio.

—¿Por qué no lo haré? Te seguiré ayudando… Irás a un centro. Podemos alegar razones psicológicas, Demencia transitoria.

—El cadáver ya ha desaparecido. Nadie sabía que nos veíamos. Nadie sabía casi ni que existía. Trabajaba online para una compañía de estafas. A nadie le importará que haya muerto.

—Ingrid, a mí.

—¿A ti? ¿Qué carajo te importa?

—Hay un código ético, moral…

Tiro el agua por la alfombra. Grito. Le insulto y por fin le digo la verdad.

—No he venido a hacer terapia Chloe.

—Y ¿entonces?

—He venido a buscar una coartada.

—¿Qué coartada? ¿No dices que nadie sabía que existía?

—Por si acaso Chloe.

—¿Por si acaso qué?

—El día y la hora en que le maté, yo estaba aquí, en tu consulta. Tú serás mi coartada.

—¿Pero vamos a ver, tue que te has creído Ingrid?

Veo a Chloe desencajada, sudada y por primer a vez… fea.

No le respondo. Abro mi bolso y le dejo unas fotos sobre la mesa.

Íntimas… de ella y yo, juntas, desnudas…

Le había dicho que las rompí, pero no fue así.

Observo a Chloe llorando. Eso podría costarle la carrera. Fue un solo día… habíamos bebido, nos encontramos fuera de la consulta, pero yo seguía siendo su paciente.

Me levanto, no sin antes decirle:

—Vine aquí el 23 de marzo a las seis de la tarde. ¡Ah! Y no me guardes más visitas. Con esta ya lo he arreglado todo. Me voy de su despacho y de su vida. Como dice Stephen King: “con los bolsillos vacíos”.

La Cita – Serie Relatos Cortos – Copyright ©Montserrat Valls y ©Juan Genovés

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