Fragmento de El Laberinto de Ariadna

Fragmento Promocional de El Laberinto de Ariadna

LIBRO EL LABERINTO DE ARIADNA
LIBRO EL LABERINTO DE ARIADNA – GÉNERO: NARRATIVA

Lee el fragmento de El Laberinto de Ariadna, una novela que te hablará de amores y desamores, de riqueza y de pobreza, todo ello en clave de intriga. También de sexo, ambición, traiciones, infidelidad… se trata de encontrar la salida del laberinto.

AUTORES:

Montserrat Valls Giner y Juan Genovés Timoner

CAPÍTULO-1

NOVELA EL LABERINTO DE ARIADNA
NOVELA EL LABERINTO DE ARIADNA – GÉNERO: NARRATIVA

Lo bueno de perderlo todo es que ya no puedes perder nada.

Me repetí esta frase miles de veces aquella mañana pero no me sirvió de nada. Todo se había esfumado: mi esposa, el trabajo y también mis hijos.

Aquella tarde no quería volver a mi apartamento así que me dirigí a “Negro”, el bar de moda en Barcelona. La música era demasiado estridente en la entrada así que me acomodé al final de la barra, era el sitio más tranquilo para pensar y poner en orden mis ideas.

Verónica se acercó con “mi cubata”, esa chica tenía memoria además de unas piernas esculturales.

Mientras se empezaba a deshacer el hielo recordé el rostro de Raquel, su sonrisa radiante el día de nuestra boda: dieciocho de enero. El calendario marcaba el mismo día. Pero esa boda ocurrió treinta años atrás.

Estaba tan nervioso aquel día que tuve que cerrar la galería. Maite no podía llevarla sola, en aquella época habían cuadros muy valiosos, sobre todo de arte impresionista. Me había especializado en eso después de la muerte de mi padre.

Mi idea no era seguir el negocio de la familia, pero las ideas quedan arrastradas inexorablemente por el juego de la vida.

Ese mismo juego que un día, antes de nacer yo, trajo la guerra, y esa guerra los campos de concentración, y esos campos  devolvieron una sombra silenciosa y triste de quien había sido un hombre bueno, tranquilo y lleno de vida: mi padre.

Lo dejaron volver a casa, según dijeron para morir. Y eso es lo que parecía, sus huesos crujían y sus orejas eran transparentes, totalmente transparentes.

Pero no murió aquel invierno, esperó después de muchos inviernos, a los fuegos de San Juan para irse. Y mi madre se fue con él, no corporalmente, pero su mente desapareció.

Mi hermana y yo intentamos desde el primer día que todo volviera a la normalidad, pero aquello era imposible. La sonrisa de mi madre nos había abandonado.

Quizá por eso me sorprendí una madrugada cuando vino a mi cama y me despertó.

      —Roger, hijo, despierta, necesito hablar contigo.

      —¿Ocurre algo?

      —Tu padre ha venido a verme, está muy contento porque vas a seguir con la galería.

Nunca supe si todo aquello fue una estratagema o realmente mi madre tuvo una alucinación. La cuestión es que mis deseos de ser médico desaparecieron tras la sonrisa de mi madre, la primera en un año. Dalí, Tapies y el magenta sustituyeron al quirófano y las vendas.

Esa sonrisa duró muchos años hasta que apareció Raquel. No hacía falta que me dijera lo que le parecía mi futura mujer; Raquel intentó ganársela pero de una manera equivocada, con regalos y a mi madre lo material le traía sin cuidado. Igual que a mí, pero creo que, aun actualmente, ella no entiende nada. Ella, Raquel, ahora mi ex mujer, distintas definiciones para lo que fue: mi pesadilla.

Pero aquel gélido día de enero el sonido de las campanas, el olor de las rosas y los labios de Raquel después del “sí quiero” no hacían vislumbrar tormenta, aunque a veces cuando miro hacia atrás recuerdo que me llamó la atención un hombre irlandés, no paraba de beber y de mirarnos (su cabello rojo y su acento le delataban). Se fue antes de terminar el banquete, y como despedida dejó un paquete al camarero del restaurante: era un cuadro de Klimt, no me molesté en preguntar quién le había invitado, lo único que pensé es que odiaba a aquel pintor.

Pero más odié la primera noche con la que ya era mi mujer.

—Mira Roger preferiría que esta noche no hiciéramos nada, entre la boda y el banquete estoy agotada.

Yo no entendía absolutamente nada. Ella me dijo que quería llegar virgen al matrimonio… y así fue hasta que pasaron tres meses. No le fui infiel, tuve paciencia y esperé. Cuando eres joven soportas muchas cosas, luego con el paso del tiempo te parece irreal que aquel hubieras sido tú.

Una noche de tormenta llegué a casa más cansado de lo normal. Al dejar el paraguas en la entrada me di cuenta de que había un cambio: en lugar del cuadro de Klimt había otro, “El Jardín de las delicias”.

—Cariño, vienes empapado. Te prepararé el baño.

Era lo bueno que tenía Raquel, era perfecta, dulce, inteligente, era un verdadero placer vivir con ella sino hubiera sido por su negativa a tener sexo. Pero aquel día fue distinto. Es curioso, los días que piensas que serán mediocres llegan a ser un día en tu calendario que no olvidas jamás: diez de marzo.

El agua, no demasiado caliente, como me gustaba. Música de Puccini, y ron con coca cola.

Lo que no estaba previsto era lo que vino a continuación.

Raquel entró en el cuarto de baño con un albornoz, se acercó y quedándose desnuda entró en la bañera conmigo. Acercó sus labios a los míos y deslizó su lengua fuertemente, casi haciéndome daño, acercó su mano a mi cuello apretándolo y, de improviso me hizo penetrarla.

Sé que los hombres según opinan las feministas no pueden ser violados pero así es como yo me sentí aquella noche.

Los truenos siguieron acompañando a aquella tormenta y Raquel seguía bamboleándose arriba y abajo. Su cabellera negra me tapaba los ojos, salimos del baño y lo hicimos en el suelo, y después, cuando creía que íbamos a comer algo pues nos dirigíamos a la cocina, me tumbó en la mesa, junto con lo que se supone que sería nuestra cena. Toda la comida acabó en el suelo y los vasos rotos. Aquel día no cenamos, ni dormimos.

O quizá sí dormí unos minutos, mientras oía el rumor de la lluvia y mientras pensaba que aquella mujer que tocaba mi piel me había mentido. No había sido yo el primero, no es que me importara pero no entendía que sentido tenía aquel engaño.

Al cabo de unos días aquella escena parecía haber existido sólo en mi imaginación. Raquel volvió a ser fría y distante en la cama y, lo que aún era peor, fuera de ella era un témpano. La falta de sexualidad y de cariño me hizo dejar de quererla poco a poco.

Fue pasando el tiempo y nuestra relación fue empeorando. Sólo ocasionalmente hacíamos el amor, y era de un modo mecánico, como si fuera una obligación. Pero las máquinas también hacen milagros y una noche de Navidad engendramos a los gemelos.

Cuando Raquel me lo dijo pensé que todo se arreglaría. Los de mi generación somos unos ingenuos. ¿Que cabe esperar de los que hemos perdido nuestra inocencia en la Costa Brava con una sueca?, la dictadura, la opresión y la represión te llegan a hacer creer en “Historias de Filadelfia” y en “Qué Bello es vivir”.

Ironías de la vida. En la Costa Brava, concretamente en La Escala me di cuenta de que mi matrimonio era niebla transparente.

—Roger, hemos de hablar. No deseaba hacerlo pero ya llevamos ocho años casados y esto no tiene ningún sentido. Quizá te tenía que haber hablado mucho antes de muchas cosas pero no sabía cómo explicártelo. Por eso te mentí, y te dije que era virgen. Y por eso odio el sexo.

—¿Por qué Raquel? Sea lo que sea lo que te ocurra lo aceptaré, y más ahora que seremos una familia.

—¿Sea lo que sea?…

Asentí con la cabeza y me serví un coñac. No me gustó, intuí que mi mujer me iba a contar algo grave. Las mujeres opinan que sólo tienen intuición ellas. No sé si es intuición, o como dice una amiga mía el resultado de analizarlo absolutamente todo.

Raquel no esperó respuesta y bajó la mirada mientras me hablaba. Con voz dulce, la misma que me enamoró cuando nos conocimos (aunque lo que contó era realmente amargo).

—Veras, Roger lo que voy a contarte no lo sabe nadie y espero que me guardes el secreto. No quiero que nos separemos, y menos ahora. He estado acudiendo a un psiquiatra durante los últimos meses y aunque ni siquiera le he contado esto me ha hecho pensar que te seguía queriendo y que eras lo más importante de mi vida.

Creemos que el tiempo lo borra todo y no es cierto. Si nos guardamos las cosas se pudren dentro de nuestro interior y el hedor nos destruye.

Aparte de mi virginidad te mentí en una cosa: no soy hija única, tuve otra hermana, éramos gemelas. Aunque digan que los hermanos gemelos se parecen no es cierto, Helena y yo éramos totalmente distintas. Crecimos distanciadas, no nos comunicábamos apenas, no sé, había algo en ella que me repelía. No sabía el que, pero sentía un rechazo fuera de lo común. Mi madre no le dio importancia, creyó que eran celos, pues mi padre sólo tenía ojos para Helena.

Los domingos mi madre y yo íbamos a misa. Mi padre se quedaba en casa. Él siempre decía que Dios era un invento hecho por los hombres para hacernos la vida más soportable, mi hermana también se quedaba en casa pues iba retrasada con los deberes. Así eran todos los domingos hasta aquel domingo, que fue distinto. Le dije a mamá, en medio de una canción que iba a casa antes pues sentía los dolores del periodo muy fuertes. Ella se quedó en misa, pues después tenía que hablar con el párroco.

Cuando llegué a casa, entré sigilosamente, no quería que nadie me importunara. Desde mi habitación oí unos gemidos, y luego gritos, venían de la habitación de Helena. Me acerqué y miré por el agujero de la llave. Lo que vi no lo olvidaré mientras viva: mi hermana estaba encima de mi padre, desnuda, sus manos en sus labios y las manos de él acariciándole los pechos. Me mareé, vomité aunque no lo bastante para quitarme las náuseas.

Nunca se enteraron de que presencié esa escena pero yo no pude olvidarlo. Lo terrible de todo aquello es que la cara de ella no era de rechazo ni de temor, su actitud denotaba placer y deseo.

Al cabo de dos años Helena se suicidó. Nadie entendió porque una chica que lo tenía todo optó por aquel camino. Yo sí lo entendí, y odié a mi padre. Mi madre interpretó mi actitud como una reacción extraña a lo que había sucedido.

Tan solo llevaba el cuerpo de mi hermana dos días bajo tierra cuando, la inocencia de mis catorce años se perdió al abrirse una puerta…

—¿Qué sucedió Raquel?

—Mi padre, el señor que viene a casa por Navidad y te regala una caja de puros, me violó. Me resistí, pero me empujó contra el armario, caímos al suelo y empezó a golpearme con los puños, tan fuerte que creí que me mataría. Mientras me penetraba iba repitiendo constantemente el nombre de mi hermana.

Al día siguiente me marché a vivir con mis tíos. Mi madre aceptó bien la propuesta, creo que en el fondo siempre supo que ocurría en aquella casa.

—¿Y tu padre, te dejó marchar?

—No le quedaba otra alternativa. Sabía que si no lo hacía se lo contaría a mi madre y cuando el polvo sale de las alfombras pueden pasar muchas cosas. Además, él sabía que yo no era Helena.

A partir de ese momento odié el sexo. Sólo tuve un novio, un chico irlandés. Supongo que ni te fijaste pero estuvo en nuestra boda. No sé quién le invitó pero le eché antes de acabar el banquete.

Claro que me acordaba de aquel hombre…

—¿Pudiste tener relaciones con él?

Se rio antes de contestar, a medida que iba relatando su pasado volvía a recuperar la Raquel de quien estaba enamorado.

—¡Que va!, un día lo intentó, en el parque de La Ciudadela, pero lo único que obtuvo fue un arañazo en la cara. Eso fue el final de nuestra historia de amor. Además “El Príncipe Azul” era alcohólico, bisexual y “camello”.

Dicho esto Raquel se acercó a mí, y me abrazó.

—Tú eres mi “Príncipe”. Te quiero con toda mi alma Roger y quiero que nuestro matrimonio funcione, por eso quería contarte mis secretos, para que me entendieras y volviéramos a empezar.

Raquel me besó. Aquella noche hicimos el amor, suavemente, con mucha dulzura, y mientras tocaba sus senos recordé aquel cuadro de Klimt, que había estado en nuestro recibidor durante tanto tiempo. Raquel desconocía que yo supiera quien nos hizo ese regalo.

Después de hacer el amor cogí un cigarro, y a mi mente, mientras lo encendía vino el título del cuadro: “La Tragedia”.

CAPÍTULO-2

Durante seis meses fuimos una pareja feliz, de aquellas que comen perdices y salen en los anuncios de colonia. Pero como en las películas salió el fin, y fue a los siete meses. A Raquel se le adelantó el parto. Estuvimos cuarenta y ocho horas en el hospital: resultado dos gemelas, tan bonitas que me extrañó que algunos padres vean a sus hijos feúchos

Mi mujer amaba la historia y se empeñó en ponerle nombres extrañísimos a las niñas: Clío y Melpómene, eran las musas de la historia y la tragedia respectivamente. Intenté hacerla cambiar de opinión pero fue en vano.

Los primeros meses, a pesar de no dormir por las noches, y de todo lo que conlleva el tener hijos, nuestra relación fue muy bien. Volvimos a comunicarnos, verbal y físicamente, pero ya no era lo mismo.

De todos modos tenía muy claro que había que poner todo mi empeño pues ahora no estábamos solos en esta noria. Además, cuando veía a mis hijas había planteamientos que ni me los cuestionaba.

Ahora si miro atrás me sonrió de lo estúpidos que llegamos a ser. Nos preocupamos por cosas nimias y luego una puñalada seca, que te deja sin sentido, te hace reaccionar y darte cuenta que la vida es otra cosa, diferente a lo que habías planeado y que, te guste o no, eso es lo que hay.

La puñalada empezó a rozar mis carnes cuando las gemelas cumplieron seis meses. Cuando eres primerizo muchas de las anormalidades que pueden surgir en un niño te pasan desapercibidas, pero nosotros teníamos una ventaja, podíamos comparar a Mel (ante ese nombre toda la familia optó por el diminutivo), con Clío.

Los primeros síntomas que percibimos fueron dificultad al comer, más tarde hipotonía y trastornos visuales. Los médicos le diagnosticaron “Enfermedad de Tay-Sachs”. Nos explicaron que era un trastorno en el metabolismo de los lípidos. Lo que no nos explicaron es porque Clío había tenido esa desgracia, y tampoco nos explicaron que a partir de ese día nunca más podríamos ser felices, siempre habría una hendidura, allí donde terminan los sueños.

Clío, después de un año y medio se quedó ciega. A los tres años murió.

No recuerdo nada de lo que ocurrió aquel día, solamente que llovía y pensé que el primer día que fuimos al hospital también estaba lloviendo.

Los primeros días todo me recordaba a Clío. Me di cuenta de que, aunque Mel y Clío eran muy parecidas, Clío tenía más dulzura, más ternura, en una palabra: tenía “ángel”.

La echaba de menos en cada momento, Raquel estaba muy extraña, fría, parecía que no sintiera la muerte de su hija. Esa frialdad surgió también en nuestra cama.

Pensé que necesitaba tiempo pero pasaban los años y Raquel se volvía más huraña, taciturna y amargada.

Respecto a mí, ya me estaba acostumbrando. Para que se sintiera útil le ofrecí un trabajo en la galería; me equivoqué, se metía con el personal (en aquellos tiempos llegaron a trabajar veinte personas), me insultaba delante de todos, nunca encontraba nada bien.

Y en cuanto a los fines de semana ella nunca quería salir y me aficioné a jugar al tenis. Por lo menos cuando salía no tenía que soportar su acidez.

Por desgracia el lado más amargo de la historia fue para Mel. Raquel siempre la estaba riñendo, comparando…

—Si tu hermana viviera esto lo haría bien… Clío era perfecta…..

Esa fue la razón de no marcharme de allí y abandonarla, si hacía eso perdía a Mel.

Además Raquel muchas noches salía y volvía de madrugada. Nunca me paré a pensar a donde iba. En aquellos momentos ya no me importaba. No es cierta la opinión que tienen muchas mujeres de los hombres. Piensan que un hombre va loco sino tiene sexo. Estuve todo un año sin tocar a mi mujer. No la deseaba, no la quería, así de simple. Como dicen en la película “El Declive del imperio americano”: “si no amo no me empalmo”.

Hasta que conocí a Natalia. La conocí un día de lluvia. Estaba jugando al tenis con Luis, mi mejor amigo. Empezó a llover mientras jugábamos, lo dejamos, y después de ducharnos nos dirigimos al bar. En el fondo aquella tarde necesitaba más que nunca desahogarme. Le conté a Luis todo mi matrimonio, como iba realmente. Al finalizar sólo me dijo:

—Mira Roger, ya sabes que nunca me ha hecho gracia esa mujer. Es cruel, seria y seca, y por lo que me has contado en todos los sentidos. Déjala, averigua donde va por las noches y pide la custodia de Mel.

En aquel momento me tenía que haber levantado, tenía que haber llegado a casa, llamar a un detective y unos días más tarde llamar a un abogado. Pero no lo hice.

Luis se marchó. Su trabajo era de crítico literario y tenía que terminar de leer un libro de Mercedes Salisachs “El Volumen de la Ausencia”.  Mi amigo sabía que era bueno hasta sin haberlo terminado, por algo aquella escritora había ganado el premio Planeta hacia siete años. Pero a Luis le gustaba hacer las cosas bien y terminar lo que empezaba.

Y en cuanto a mí terminé mi gin-tonic. Ahí estaba, sólo y ensimismado en mis pensamientos. 

—Tiene razón tu amigo, déjala.

Levanté la vista de mi bebida y vi a una jovencita preciosa. Ojos verdes, cabellera morena  y culito respingón, como a mí me gustaban. Entre el gusto de la ginebra recordé el del sexo.

—Perdona ¿te conozco?

—La verdad es que no, me llamo Natalia, no me gusta el tenis, he venido a ver a mi hermana, trabaja aquí. No he podido evitar escuchar lo que contabas, era interesante, creo que lo aprovecharé para mi próximo libro.

—¿Eres escritora?

—No, soy camarera, pero con el tiempo seré premio Nobel.

—Eso está muy bien, dije riendo. Aquella chica me hizo olvidar que llovía.

Llegué a casa tardísimo. Raquel no estaba, como de costumbre. La canguro me informó de que no vendría a dormir. Eso era una novedad. Con un poco de suerte no volvería.

Mel salió a recibirme con los brazos abiertos, trotando junto a Iris, una perrita Setter que le compré después de un día de chantaje sentimental delante de una tienda de perritos del Casco Antiguo.

—Mira papá, mira, lo hemos hecho Iris y yo.

Me enseñó un dibujo, estaba Iris, Rosa María (la canguro) y yo. A lo lejos Raquel. Al lado la pata de Iris. El pobre animal aún llevaba pintura.

—Es muy bonito Mel. Y de verás lo creía. Aún lo guardo hoy en día. Aunque con los años no fui a su boda, ni conocí a mis nietos, había tenido sus sonrisas, sus pañales, y su olor. La salvé de una indiferencia por parte de su madre que la hubiera hundido. Ella no lo sabe, pero yo sí, y con eso me siento satisfecho.

Pero eso pasó muchos años después.

—Anda Mel limpiemos la pata de Iris, y vamos a cenar.

—¿Hamburguesa con cebolla?

—Depende

—¿De qué depende?

—De que digas la frase mágica.

—… Mel sonrió…  “supercalifragilísticoespialidoso”. Pero Papa, siempre te equivocas, no es una frase, es la palabra mágica de Mary Poppins.

Después de cenar y ver por undécima vez “La Dama y el Vagabundo”, metí a Mel en la cama.

Iris dormía a su lado. Apagué las luces y me dirigí a la sala de estar para comunicarle a la canguro que volvería tarde. Cogí mi paraguas y desaparecí de escena.

Al cabo de un rato estaba en “Trance”, el bar donde Natalia me había dicho que trabajaba.

Al entrar vi a todo de moscones en torno a ella. Lo dejó todo y vino hacia mí. La envidia se palpó en el ambiente.

—Hola. ¿Te has atrevido a venir?

—Pues ya ves, aunque no te lo creas desde que me casé no he ido a ningún local de ambiente.

—Ya era hora.

Dijo aquello sardónicamente mientras me servía un Martini.

La esperé hasta finalizar el turno y salimos a la calle. Paseamos por las ramblas y luego me invitó a subir a su apartamento. Hablamos durante horas. Ella me contó que tenía novio pero que estaba metido en el mundo de la droga y que no sabía cómo dejarle.

Yo le hable de Mel, pensé que no valía la pena contar nada de mi matrimonio.

Natalia te hacía olvidar la lluvia y el tiempo. Volví a casa a las siete de la mañana. Raquel aún no había llegado.

No sé qué me impulsó a hacerlo pero empecé a registrar sus cajones, no sabía lo que buscaba pero sabía que mi mujer tenía un amante.

Encontré unas cartas y unos negativos de fotografías.

A la mañana siguiente revelé las fotos. Eran de la misma procedencia que las cartas: de su padre.

No me lo esperaba, sospechaba que se acostaba con alguien pero no con él. Era el abuelo de Mel ¿Cómo iba a llevar eso a un juicio? Además aquello implicaba que Raquel estaba enferma.

Esperé hasta altas horas de la madrugada a que Raquel volviera.

Casi me había dormido cuando oí las llaves.

—¿Qué haces aquí? ¿Le ha ocurrido algo a Mel?

No le respondí, ni la miré a la cara. Sólo le puse las fotografías encima de la mesa.

Raquel palideció y hubo un momento en que todo su aplomo se vino abajo.

—No sé qué decirte…

—No hace falta que digas nada. Quiero el divorcio, Raquel.

—Ni lo sueñes. Tendrás que luchar muy duro.

Salí a la calle. Necesitaba aire fresco. En casa todo olía a podrido. Todo menos Mel. Tenía siete años, cualquier juez le daría la custodia a la madre. Quizás, con las pruebas que tenía, pero no, no podía hacerle eso a mi hija, ni a mi suegra, ni a mi propia madre.

Sin darme cuenta había llegado a las Ramblas. Pensé en Natalia y fui a buscarla.

Lo que siguió a continuación no sé porque lo hice, no sé si fue venganza, odio…

Llevé a Natalia a casa. Sabía que Mel estaba con su abuela y que Raquel, seguramente estaría en la cama.

—Perdona Roger, pero a tu mujer ¿no le importará que subamos a tu casa? Ya sé que vais mal y todo eso pero creo que todo eso es muy fuerte. No quiero que salga con una pistola y me mate.

—No que va, somos un matrimonio moderno, más o menos como los suecos en los años sesenta. Mentí descaradamente. En aquellos momentos sólo pensaba en dos cosas: en hacerle todo el daño posible a Raquel y en poseer a Natalia. No sabría decir cuál era el sentimiento más fuerte en aquellos momentos. Lo que sí sabía es que pasara lo que pasara no me arrepentiría.

Subimos a mi casa, no se oía absolutamente nada, sólo los tacones de las botas de Natalia.

Supe que Raquel estaba despierta por la luz de debajo de su puerta, así que creí que era el momento más adecuado. En cuanto al lugar: la habitación contigua.

Natalia sólo pudo quitarse las botas, las medias, su falda y su top fueron casi arrancados, estaba sediento de sexo, y sediento de ella. La había deseado desde el primer día que la vi.

Cuando la vi desnuda me impactó, tenía un cuerpo perfecto. Me desnudé y la poseí sin preámbulos, aunque tampoco hacía falta, noté su deseo, sus ganas, sus jadeos y más tarde sus gritos. Lo hicimos siete veces. No sé si fue el morbo de la situación, o que aquella chica era especial.

Antes de dormirme escuché unos sollozos provenientes de la habitación de al lado.

A partir de aquel día Raquel luchó con todas sus fuerzas y lo logró, se quedó con la casa, con Mel y con la mitad de la galería.

Mi abogado no entendía porque no aportaba pruebas contra mi mujer. Sabía, puesto que éramos amigos lo de mi suegro y no entendía la razón de no sacar a la luz todo aquello.

El juicio duró un año y tuvimos que vivir juntos todo ese tiempo. Lo aproveché para explicarle a Mel todo lo que una niña, de ya ocho años, podía entender. Intenté decirle que nada cambiaría respecto a su papá, que yo siempre estaría a su lado. Palabras, palabras que se las lleva el viento si el odio y el rencor emergen entre ellas. Y Raquel, desde hacía mucho tiempo planeaba quitarme a Mel.

Por fin todo terminó y me fui a vivir a un piso, propiedad de mi madre en Vilapiscina, cerca de Horta y lejos del trabajo. Pero eso sí, menos contaminado, en todos los sentidos.

No volví a ver a Natalia. Le escribí una carta y mis mejores deseos.

Ella al cabo de dos años me contestó:

“Querido Roger”:

“No sé si crees en el destino pero yo sí. Después de lo que te ocurrió a ti me di cuenta que no hemos de dejar pasar los trenes”.

“Dejé a mi novio, el drogadicto, y dejé el trabajo de camarera. Ahora vivo en Girona, es mucho más tranquila que Barcelona y se respira mejor”.

“Me caso dentro de dos semanas con un amigo de mi infancia. Me gustaría que vinieras aunque si no lo haces lo comprenderé”.

“Te quiero, aunque nunca te lo dije”.

                       “Natalia”.

“PD: junto a la carta te envió el primer libro que he escrito, espero que te guste”.

No fui a la boda, pero sí leí el libro. En una noche. Antes de dormirme pensé que yo también la había querido pero nunca se lo dije.

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