RELATO CORTO MATEO Y MAX
MATEO Y MAX
El aroma a café recién hecho flotaba en el aire, mezclándose con el olor a cereales y la promesa de un nuevo día. Sofía, con una sonrisa radiante, observaba a su hijo, Mateo, de tres años, mientras éste se esforzaba por ensartar bolitas de colores en un grueso cordón. La luz del sol, filtrándose a través de las cortinas, iluminaba sus mejillas rosadas y su cabello rubio, un torbellino de energía que llenaba la casa de risas y travesuras.
Su marido, Daniel, entró en la cocina, bostezando y frotándose los ojos. «Buenos días, mi vida», le dijo a Sofía, plantándole un beso en la mejilla. «Parece que el pequeño terremoto ya está en marcha».
Sofía asintió, sonriendo. «Ya sabes cómo es. Hoy está especialmente animado».
Daniel preparó su café y se sentó a la mesa. «Oye, ¿te has acordado de lo de la reunión de trabajo de hoy?».
«Sí, claro. Ya tengo todo preparado. Pero antes…», Sofía hizo una pausa, con una chispa traviesa en los ojos.

Daniel frunció el ceño, intuyendo algo. «¿Pero antes… qué?».
Sofía se levantó y caminó hacia la puerta principal. «¡Sorpresa!».
Daniel y Mateo la siguieron, curiosos. Cuando la puerta se abrió, un pequeño cachorro, un cruce de labrador con pastor alemán, salió corriendo, moviendo la cola frenéticamente. Sus grandes ojos marrones brillaban con entusiasmo.
Mateo soltó un grito de alegría y corrió hacia el cachorro, que lo recibió con saltos y lametones. Daniel, en cambio, se quedó paralizado en el umbral, con la mandíbula desencajada.
«¿Qué… qué es esto?», preguntó, con voz entrecortada.
«Es un perro, cariño. Un perro para Mateo», respondió Sofía, con una sonrisa triunfal.
Daniel la miró, incrédulo. «Pero… habíamos hablado de esto. Sabes que no estoy de acuerdo. Ya tenemos suficiente con el niño, el trabajo, la casa… Un perro es mucha responsabilidad».
«Lo sé, lo sé», dijo Sofía, acercándose a él y tomando su mano. «Pero he estado pensando mucho en ello. Mateo necesita un amigo, alguien con quien jugar, con quien compartir sus secretos. Y este cachorro… es perfecto. Mira cómo se entienden».
Daniel observó la escena. Mateo, con su pequeña mano, acariciaba la cabeza del cachorro, que se tumbaba a sus pies, feliz. No podía negar la conexión que se había establecido en cuestión de segundos.
«¿Y cómo se llama?», preguntó, resignado.
«Todavía no lo hemos decidido», respondió Sofía. «Pero Mateo ya le ha puesto un montón de nombres: Firulais, Peluchín, Chispas…».
A lo largo de los días siguientes, la vida de la familia cambió por completo. El cachorro, al que finalmente llamaron Max, se convirtió en el centro de atención. Mateo y Max eran inseparables. Jugaban en el jardín, se perseguían por la casa, compartían galletas y siestas.
Daniel, al principio reticente, poco a poco se fue ablandando. Vio cómo Max le enseñaba a Mateo la importancia de la responsabilidad, a cuidar de otro ser vivo. También vio cómo el cachorro llenaba de alegría la casa, cómo sus travesuras y su cariño aliviaban el estrés del día a día.
Las mañanas se iniciaban con paseos por el parque, donde Mateo y Max corrían y jugaban, mientras Daniel y Sofía, con una taza de café en la mano, disfrutaban del espectáculo. Las tardes se llenaban de risas y juegos en el salón, con Max persiguiendo pelotas y Mateo, con su risa contagiosa, animando la fiesta.
Sin embargo, la llegada de Max no estuvo exenta de desafíos. Hubo noches de insomnio por los ladridos del cachorro, días de limpieza extra por los accidentes domésticos, y la constante preocupación por su bienestar. Daniel y Sofía tuvieron que aprender a compaginar sus rutinas con las necesidades de Max, a educarlo, a entender su lenguaje.
Una tarde, mientras Mateo y Max dormían la siesta, Sofía y Daniel se sentaron en el sofá, exhaustos pero felices.
«¿Te acuerdas de cuando no querías el perro?», preguntó Sofía, sonriendo.
Daniel suspiró. «Sí, me acuerdo. Y me equivoqué. Max ha sido lo mejor que le ha pasado a esta familia. Nos ha enseñado a ser más pacientes, más tolerantes, más cariñosos».
«Y a Mateo le ha dado un amigo para toda la vida», añadió Sofía, acariciando la cabeza de Daniel.
«Es increíble cómo ha cambiado todo», dijo Daniel. «Al principio, me parecía una locura. Ahora, no puedo imaginar nuestra vida sin él».
En ese momento, Max se despertó y se acercó a ellos, moviendo la cola. Daniel lo abrazó, sintiendo el calor de su cuerpo y la suavidad de su pelaje.
«Bienvenido a la familia, Max», susurró.
El tiempo pasó, y Mateo creció junto a Max. Juntos exploraron el mundo, compartieron secretos, superaron obstáculos y celebraron triunfos. Max se convirtió en el compañero inseparable de Mateo, en su confidente, en su mejor amigo.
Y Daniel, que al principio se había resistido a la idea, aprendió a amar a ese perro con todo su corazón. Comprendió que, a veces, las mejores decisiones son las que se toman con el corazón, aunque vayan en contra de la razón. Porque al final, el amor y la alegría que un perro puede traer a una familia son incalculables.
Un día, Mateo, ya un adolescente, le preguntó a su padre: «¿Papá, recuerdas cuando mamá nos trajo a Max?».
Daniel sonrió, recordando la sorpresa y la incredulidad de aquel día. «Sí, hijo. Y fue la mejor sorpresa de mi vida».
Y así, la historia de la familia y Max, el perro que llegó para quedarse, se convirtió en una leyenda familiar, un recordatorio constante de que, a veces, las mejores decisiones son las que nos hacen más felices.
Mateo y Max – Serie Relatos Cortos – Copyright ©Montserrat Valls y ©Juan Genovés