RELATO CORTO DELIRANDO
DELIRANDO
Agosto de 1980. Con 20 años y un anhelo insaciable de oportunidades, Diego tomó una decisión trascendental. Nacido en las cercanías de Iquitos, la vasta selva amazónica le ofrecía un horizonte laboral limitado. El llamado de nuevos horizontes era ineludible.
Argentina se presentaba como la tierra prometida, un país de abundantes oportunidades, capaz de brindar un crecimiento personal y económico que Perú no podía ofrecer. La decisión estaba tomada: Diego emigraría.
Al regresar a casa, tras el último encierro del rebaño, Diego compartió sus aspiraciones con sus padres. La tristeza de la partida se mezclaba con la comprensión de sus inquietudes. Con el corazón apesadumbrado pero lleno de esperanza, le entregaron sus ahorros, una pequeña suma que representaba todo lo que poseían, con la ferviente esperanza de que le permitiera alcanzar su sueño.
Le pidieron, con la voz quebrada por la emoción, que les escribiera al asentarse y, si era posible, que los visitara de vez en cuando. Al amanecer del día siguiente, con el equipaje ligero pero el alma cargada de ilusiones, Diego besó a sus padres y emprendió un viaje que prometía ser largo, trazado en autobuses y trenes, la única opción que su presupuesto permitía.
Una semana después, Diego arribó a Rosario, Argentina. La elección de esta ciudad, en lugar de la más costosa Buenos Aires, se basaba en la promesa de mayores oportunidades. Sin embargo, la realidad pronto se presentó implacable.

Dos días de incansable búsqueda de empleo habían resultado infructuosos. El dinero, mermado por el largo viaje, escaseaba peligrosamente. La perspectiva de quedarse sin recursos significaba no poder comer y, lo que era peor, dormir a la intemperie. El frío invernal, ajeno a las cálidas temperaturas de su tierra natal donde rara vez descendían de los 20 grados, se cernía sobre él como una amenaza.
Al borde del desespero, mientras deambulaba por las calles rosarinas, una rotisería captó su atención: «La Nieves». El nombre le evocó una extraña calidez. Entró, sin nada que perder, solo la posibilidad de añadir otro «no» a su creciente lista de rechazos.
Una mujer de unos cuarenta años, Nieves, la dueña, preparaba sus delicias culinarias. Al ver al joven abatido, su corazón se conmovió.
—¿Me podría dar trabajo? —preguntó Diego, con la voz teñida de desesperanza.
Nieves, a pesar de la empatía que sentía, tuvo que admitir que no tenía puestos vacantes. La súplica de Diego se intensificó: 9 días sin recursos, con solo lo suficiente para una comida o una noche de refugio, la calle y el frío como su único destino.
Sin mediar palabra, Nieves se dirigió al mostrador y le sirvió tres empanadillas y cinco albóndigas. —Anda, cómete esto y me cuentas que sabes hacer —le dijo, esperando encontrar una chispa de habilidad.
Diego relató su experiencia cuidando ganado en una granja cercana a Iquitos, sus conocimientos de alfarería y pesca fluvial, y su disposición a aprender. La mujer, con cuatro hijos propios, vio en él un reflejo de la vulnerabilidad que podría afectar a su propia familia. Enternecida, le ofreció un puesto modesto: comida y un camastro en la trastienda, una solución temporal mientras le ayudaba a encontrar un sustento más estable.
Los días se convirtieron en semanas y Diego demostró ser un aprendiz excepcional. Sus ideas, inicialmente consideradas descabelladas, resultaron ser catalizadores de un notable incremento en las ventas. Una de sus iniciativas más exitosas fue la creación y distribución de folletos artesanales, anunciando comidas caseras a precios accesibles, dirigidos a los trabajadores de la cercana fábrica «La Virginia».
El boca a boca se convirtió en su mejor publicidad, atrayendo clientes de otras empresas de la zona. La demanda creció, obligando a Nieves a buscar personal adicional para la cocina y el reparto. La amistad y la colaboración entre Diego y Nieves se fortalecieron, e incluso Miguel, el esposo de Nieves, un mecánico de oficio, diseñó utensilios que agilizaron la producción de pan y pasta, añadiendo al menú los populares «ñoquis del 29».
Medio año después, una mañana, Nieves encontró la rotisería vacía, sin Diego. La alarma sonó al no obtener respuesta de la trastienda. Descubrió a Diego en cama, tiritando a pesar del calor veraniego, con una fiebre abrasadora. Miguel actuó con presteza, buscando ayuda médica.
El diagnóstico fue una gripe severa, pero el médico confió en un tratamiento domiciliario con antipiréticos y analgésicos, además de una pomada para el pecho. Les advirtió que, de persistir la fiebre alta al día siguiente, sería necesario un traslado al hospital.
A pesar de la medicación, el estado de Diego no mejoraba, permaneciendo semiinconsciente. La noche trajo un leve alivio, con menos tiritonas y una fiebre algo menor, pero el letargo persistía, sumiéndolo en un estado de profunda debilidad.
La medicación administrada a Diego comenzó a hacer efecto, pero la mejoría era lenta y apenas perceptible. A pesar de las dosis pautadas de antipirético y analgésico, el joven permanecía sumido en un profundo letargo, su respiración apenas un susurro en la quietud de la noche. Miguel y Nieves, con el corazón encogido por la incertidumbre, sopesaron la decisión de volver a llamar al médico. Recordando sus indicaciones de esperar un día para evaluar la evolución, optaron por administrarle la última dosis de la noche y confiar en que el descanso hiciera su labor.
Justo cuando se disponían a retirarse, un leve murmullo captó su atención. Se acercaron sigilosamente a la cama y observaron a Diego. Con una mano posada sobre el pecho, sus labios se movían en un intento de pronunciar palabras, y un hilo de voz apenas audible se escapaba. Nieves, aguzando el oído, creyó escuchar un claro y emotivo: “¡Viva Perú!”. Con ternura, lo arropó y susurró a Miguel: “Dejémosle dormir. Parece que está delirando. Si mañana sigue igual, llamaremos al doctor”.
Cuatro horas más tarde, la pareja regresó a la trastienda. La luz del amanecer se filtraba tímidamente, iluminando el rostro de Diego. La alegría inundó sus corazones al verlo mucho mejor, el delirio había desaparecido. Una sonrisa iluminó el rostro de Nieves al dirigirse a él: “¡Vaya susto nos has dado! Pensábamos que tendríamos que llamar al médico de nuevo. Estabas delirando… parecía que pensabas en tu tierra, no parabas de decir ‘¡Viva Perú!’ con la mano en el pecho”.
Diego, con una sonrisa que empezaba a dibujarse en sus labios, respondió, desvelando el malentendido: “¡No! ¡No decía ‘Viva Perú’! Os pedía que me pusierais Vicks Vaporub en el pecho. Me había ayudado mucho a respirar mejor”.
En un instante, la tensión se disipó, dando paso a una carcajada compartida que resonó en la pequeña trastienda, sellando el fin de la crisis y el inicio de una recuperación plena, marcada por la calidez humana y un toque de humor inesperado.
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Tras muchos años Nieves murió. Desde entonces Diego siempre le lleva flores a la tumba.
Nunca lloró frente a la tumba. Siempre sonreía recordando aquel día del Vicks Vaporub. Sabía que si aquel día de agosto de 1980 no hubiera llamado a la puerta de Nieves, seguramente él ahora no tendría su propia familia.
—Papá, ¿nos vamos ya?
—Sí hijo sí. El próximo año elegirás tu las flores, ya eres mayor.
El niño le mira con curiosidad. No entiende lo de las flores, pero coge la mano de su padre fuertemente mientras salen del bello cementerio.
Delirando – Serie Relatos Cortos – Copyright ©Montserrat Valls y ©Juan Genovés